ABRAHAM
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Abrahán pasa por ser el padre de la fe. Su fe queda reflejada en su disponibilidad para dejar su tierra, su patria y su casa paterna. Este triple abandono era para los monjes no sólo un modelo del camino de la fe, sino también del camino hacia la propia identidad personal. El que quiera ser plenamente él mismo, tiene que liberarse de todas las dependencias y ataduras, fundamentalmente de las dependencias respecto al padre y a la madre. No hay realización humana posible sin el padre y sin la madre, pero tampoco la hay sin emanciparse de los padres.
Quien siendo adulto sigue todavía atado a sus padres, no logrará nunca vivir su propia vida. No se trata aquí en primer lugar de una emancipación externa, de abandonar por ejemplo la casa, sino de una liberación interior de las figuras paternas interiorizadas. Pensemos en un hijo todavía vinculado a su madre. Como típico hijo enmadrado, nunca encontrará su propia identidad masculina. Incluso en su relación con las mujeres, él buscará siempre a su madre, que le consiente todo. Es incapaz de una auténtica relación de pareja. El hombre que se siente obligado a demostrar a su padre que es tan fuerte y eficiente como él, tampoco encontrará su propio camino en la vida.
El segundo abandono es entendido por los monjes como abandono de los apegos al pasado. Muchos hombres engrandecen su niñez. Sueñan con las fiestas de Navidad que vivieron en casa, con la sensación de seguridad en la cocina junto a la madre. Viven orientados hacía el pasado. Anhelan en última instancia el mundo aparentemente incólume de la niñez. Y con frecuencia desean, cuando llegan a ser padres, reproducir aquella seguridad, sintiéndose defraudados si sus hijos no aprecian sus esfuerzos. Por muy agradecidos que debamos estar de nuestra niñez, tenemos que liberarnos tanto de los dolorosos como de los hermosos recuerdos del pasado.
El hombre debe renunciar, en tercer lugar, a todo lo perceptible. El camino de la realización humana es siempre en última instancia un camino también espiritual. He de renunciar a todo aquello en lo que yo me puedo instalar: el éxito, las riquezas, el buen nombre que he conseguido con mi trabajo. Nuestra vida es un continuo estar en camino. No podemos pararnos, no hemos de aterrarnos a lo que hemos conseguido. Los hombres corremos siempre el peligro de querer descansar en nuestros logros o de disimular de cara al exterior que recorremos, por así decir, un camino interior. Las mujeres manifiestan mucho más el mundo interior de sus sentimientos y de sus heridas
Abrahán encarna para mí el arquetipo del peregrino. «El peregrino es el modelo del cambio, la imagen que aparece en la psique cuando es hora de partir una vez más y de buscar un mundo nuevo»2 . El peregrino reconoce que ignora la respuesta a los interrogantes más profundos de la vida. Se pone en marcha para encontrar respuesta a sus preguntas. De vez en cuando, el arquetipo del peregrino es capaz de cautivar al hombre. El deja entonces, como Abrahán, todo lo conocido y lo rutinario. En la Edad media hubo una auténtica fiebre de peregrinación. Multitud de hombres emprendieron la peregrinación hacia Santiago de Compostela. El camino duraba nueve meses. Los hombres volvían a casa como renacidos. Eran tantos los que se encontraban en camino por razón de esta peregrinación a Santiago que los reyes se veían obligados a prohibir que sus súbditos emprendieran aquel camino. El espíritu de peregrinación está renaciendo en nuestros días. El camino hacia Santiago es frecuentado por hombres y mujeres de todos los países, que emprenden ese camino a instancias de su anhelo interior.
«¿Adónde, pues, nos dirigimos? Nosotros siempre vamos hacia casa», escribió Novalis. Pero el peregrino ha de ser consciente también de su parte sombría. De lo contrario rehusará toda responsabilidad respecto a las personas que se le han confiado y entonces sólo habrá en torno a él hijos huérfanos y abandonados.
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