ARMISTICIO



El tiempo se arrastraba con el peso de la agonía. Habían sido más de mil quinientos días donde el único ritmo en el corazón de Europa era el del cañón. La tierra, desde el Canal de la Mancha hasta los Alpes, estaba saturada, desgarrada por el hierro y el barro. Ya no se luchaba por la gloria, sino por la supervivencia.

Pero el final ya estaba escrito. El Imperio Alemán, exhausto, con sus ciudades al borde del hambre y sus ejércitos colapsando, había extendido la mano. El 8 de noviembre de 1918, en un vagón de tren detenido en el claro de un bosque en Compiègne, Francia, se reunieron las delegaciones. Eran hombres cansados que, sin embargo, representaban a millones de vivos y a diez millones de muertos.

El general Foch, el comandante supremo aliado, no negoció; dictó. Se dio a los alemanes setenta y dos horas para aceptar las condiciones. Tres días para que la vida volviera a ser posible.

La agonía, sin embargo, se prolongó con una crueldad final. Las órdenes fueron claras: el Armisticio entraría en vigor a la hora undécima del día undécimo del mes undécimo. A las once de la mañana del 11 de noviembre.

Esas últimas horas fueron una locura final y desesperada. Los generales, sabiendo que la guerra terminaba, lanzaron ataques finales para ganar unos metros de territorio, para capturar un pueblo, para asestar un último golpe de orgullo. Miles de hombres murieron en esa cuenta regresiva, vidas arrojadas a la trinchera entre las nueve y las once de la mañana, víctimas de una vanidad que ya no tenía sentido. El último soldado estadounidense en morir fue Henry Gunther, alcanzado por una ráfaga a las 10:59 a.m.

Y luego, el milagro.

A las once en punto, el sonido de los cañones, los rifles y las ametralladoras se detuvo. No fue un cese gradual; fue un corte violento y absoluto. En el frente occidental, en el corazón del lodo y las alambradas, se produjo el silencio más profundo y ensordecedor que el siglo XX llegaría a conocer.

Los soldados, aún aturdidos por el fragor que les había acompañado durante años, tardaron un instante en comprender. Algunos, incrédulos, asomaron la cabeza por encima del parapeto. Otros, simplemente se desplomaron. El primer instinto no fue el júbilo, sino la incertidumbre. ¿Era una trampa? ¿Podían realmente respirar sin miedo a la bala?

Cuando la noticia se extendió por el mundo, la reacción fue la opuesta. En Londres, París, Nueva York, el júbilo fue explosivo, histérico. La gente bailó en las calles, los barcos hicieron sonar sus sirenas. Pero en el frente, la celebración fue sobria, casi íntima: fue un momento de pura liberación. Un soldado británico escribió: "No hay más sonido, excepto el trino de un pájaro. Y este es el silencio que hemos esperado cuatro años."

El Armisticio de 1918 marcó el fin de la Gran Guerra, pero también fue el acta de defunción de una era: se desmoronaron imperios, se reescribieron mapas y la fe ciega en el progreso quedó pulverizada. El 11 del 11 a las 11:00, el mundo aprendió que la paz no era el sonido de los vítores, sino la ausencia total de ruido. Y en ese silencio, Europa comenzó a contar las cicatrices que tardarían un siglo en sanar.

Comentarios